Sueños de sangre y polvo
*Relato originalmente publicado en NGC3660.com*
Se abre el cerrojo con un sonoro
despertar metálico. De pie, en una esquina, me sobresalto. Entra un joven, es
uno de los celadores. Viste un uniforme prestado, salpicado con manchas de
grasa, que le queda grande. No recuerdo haberlo visto nunca, pero he sentido su
presencia cada tarde. Arruga el ceño en una mueca que me parece cómica. Ya no
lo noto, pero la celda acolchada y yo olemos a heces y orín. Las paredes,
blancas en otro tiempo, amortiguan mi risa desdentada. Se acerca con cierto
reparo, me agarra gentilmente del hombro y me dirige hasta una silla
desvencijada que se mantiene en pie a duras penas en un rincón. Exactamente
igual que yo. Balbuceo. Las palabras quieren salir en tropel de mi boca,
ininteligibles.
—Vamos a sentarnos —invita amable—.
Tengo que prepararla para la operación. Vengo a cortar su pelo —añade,
mostrando un estuche del que asoman unas tijeras y una navaja de barbero.
Me dejo llevar. Por un ventanuco se
cuelan unos finos rayos de luz. Me quedo ensimismada mientras el chascar de las
tijeras corta mi melena ajada, llena de porquería. Motas de polvo bailan en
suspensión, brillantes. Se me antojan pequeños hilos de oro creados por
diminutas manos mágicas. El polvo está por todas partes, pero solo la luz lo
revela y lo hace danzar.
—¿Cuándo es? —pregunto. Ahora mi voz
se escucha clara.
—¿El qué? —responde el joven. Ha
terminado con las tijeras y la cuchilla de barbero se desliza sobre mi cabeza.
—La operación.
—Mañana.
—¿Podré ver el sol? —Levanto una
mano y jugueteo con las luminosas partículas.
—Claro, hay una ventana por la que
entra mucha luz.
—Entonces todo saldrá bien
—respondo, y abandono mi mente al raspar de la cuchilla.
Se adentra en la oscuridad y
podredumbre de la casa de dementes. Despojos humanos se agolpan por el suelo y
contra las paredes, murmurando grotescas letanías a su paso. Todo está sucio.
El doctor Navarrete cubre su boca y fosas nasales con una mascarilla que, a
duras penas, le evita vomitar de tan intenso hedor. Un delantal, con manchas
parduscas de sangre seca, cubre su bata. Con la diestra agarra el maletín que
contiene sus instrumentos de trabajo; en la siniestra aún pesa un invisible
fajo de billetes con los que le pagó un primo, del empresario de paños
fallecido Antonio Santos, para asegurarse un diagnóstico favorable a sus
intereses: la viuda del señor Santos, la señora Misericordia Peláez, aquejada
de mal femenino y despojada de sus plenas facultades mentales, precisa de una
intervención quirúrgica urgente.
Llega hasta el quirofanillo y abre
la puerta. La sala no está mucho más limpia que el resto del hospital. Un
celador se despide con un imperceptible movimiento de cabeza cuando lo ve
entrar y cierra la puerta. Allí, inmovilizada en una camilla, su paciente le
espera.
Las correas de cuero laceran mis
muñecas. El joven celador las ha aflojado un poco antes de marchar. Me ha
acariciado débilmente, su mano era áspera. Sus ojos parecían decir «lo siento».
Ya de nada sirve quejarse. Estoy sola. Han decidido que soy un ser demente,
torcido y peligroso: una mujer. Al menos el celador tenía razón, la luz entra
abundantemente por un ventanuco justo encima de la camilla. El doctor, que
cubre su cara con una máscara grisácea y su cuerpo con un delantal de
carnicero, ordena su instrumental.
Clang, clang.
Ruidos metálicos, más propios de un
mecánico, resuenan sobre la mesa de trabajo. El polvo brilla y baila entre mis
dedos.
Clang, clang.
Me gusta ver cómo el rayo de sol
provoca destellos sobre el vello de mis brazos. Me confiere importancia, como
si fuera la estatua de una diosa bañada en oro.
El doctor me hace abrir la boca y me
coloca una mordaza. Duele, aunque sigo centrada en cómo centellea todo a mi
alrededor. De pronto, un pequeño ser luminoso, como un gusano de colorido
pelaje, se materializa ante mí. Cosquillea mi piel, juega con mis dedos. ¿Qué
es eso? ¿De dónde ha salido? El diminuto ser me mira, con unos ojos
centelleantes, curioso. Hay algo en él que me recuerda al celador. Todo gira a
mi alrededor, me siento transportada.
Sé que sigo en la habitación, pero
todo el espacio está invadido por la luz. Ante mí el quirófano se convierte en
un paisaje de brillante vegetación. Estoy rodeada de magia. Seres voladores
similares a coloridas libélulas se elevan sobre extensos campos púrpuras, un
cuadro multicolor de alegres pinceladas. Lo veo todo desde lo alto de una
colina. Estoy en paz, exóticas fragancias purificadoras me invaden. La luz
dorada del cielo, cálida, me hace sentir viva. Soy capaz de ver a cada uno de
los habitantes de este mundo en sus pequeñas madrigueras escondidas entre
árboles y hongos, perfecta fusión con la naturaleza. El pequeño ser continúa
conmigo, dirigiendo mis pasos desde lo alto de la colina, ahora verdosa y
amarillenta; luego magenta o violácea. Huele a flores. El sol ilumina el valle,
tan intensamente que casi me ciega, donde hebras plata y oro danzan frenéticas.
Pero al fijarme más detenidamente me doy cuenta que lo que contemplo no es un
baile, sino una batalla.
Las criaturas filamentosas se matan
entre ellas. Las plata ahogan a las doradas, mucho más luminosas incluso en la
muerte. Distingo restos de mí en ellas, son fragmentos de mi interior,
desapareciendo poco a poco. Las plateadas también las identifico: mis miedos e
inseguridades provocadas a lo largo de mi vida, el sudor, la suciedad que me
rodea, el desprecio. La cruda realidad invade mi reino onírico. Todo eso me
está comiendo. Siento un dolor punzante en mi cráneo, mi cuerpo se ha roto.
Noto cómo las conexiones motoras, el control de mis articulaciones o de mis
esfínteres desaparecen, las han cortado.
Una nube negra, de tormenta, se
acerca. Puedo ver los fogonazos de los relámpagos en su interior. Es fría y
todo lo que trae es un mundo gris, sin vida, ausente de luz y color. En su
interior me parece distinguir la mirada maníaca del cirujano. Mi parte luminosa
está muriendo. Con todas mis fuerzas, intento atraparla, desgarrarla con mis
manos, pero es inútil. La funesta nube se acerca mientras chillidos de terror
taladran mi cerebro. Desesperada, evoco una retahíla que mis padres solían
recitar:
—¡Tente nube, tente nu, que yo puedo
más que tú!
Soplo con mis últimas fuerzas y la
nube se desvanece hecha jirones, como si nunca hubiese existido.
No sé bien qué ha pasado, no puedo
dejar de sonreír de satisfacción. La batalla ha terminado. Me encuentro tumbada
en el valle, rodeada de seres dorados, subiendo por mi cuerpo por centenares,
permitiéndome fundirme con ellos y, por fin, brillar. El sol acaricia mi cara,
calienta mis brazos, ilumina mis cabellos, como si fueran de oro. No hay ni
rastro de los filamentos plateados, han desaparecido.
El doctor ajusta las tiras de cuero
que sujetan la cabeza de la paciente. Las gotas de sudor empapan su frente y
resbalan hasta la boca, siente un intenso sabor a sal y podredumbre. La luz que
se cuela por el ventanuco ilumina la cara de Misericordia Peláez. Desde donde
está casi le parece que descansa en paz. El doctor Navarrete coge el
instrumental de la bandeja que está sobre la mesa. Ha sido cuidadosamente
esterilizado, pero es tal la suciedad que habita el ambiente que duda de la
efectividad de la medida. Vuelve a mirar el rayo de sol que baña el rostro de
la paciente, rodeado por brillante polvo en suspensión. Por un momento le da la
impresión de que es lo único puro que hay ahí.
Con un gesto
de cabeza, como queriendo quitarse malos pensamientos, continúa su labor.
Realiza una pequeña incisión con el bisturí. La sangre, oscura y densa, brota
de la herida. Tras limpiar la zona con una gasa, aplica el trépano. A cada giro
de la manivela escucha el hueso astillarse, un pequeño chasquido desagradable.
La sangre mancha su delantal, en esos momentos no se siente un médico. Es un
carnicero.
El orificio
debe airearse. Deja sus herramientas manchadas y se frota los ojos cansados,
como si de pronto los cubriese una nube de tormenta. Parpadea varias veces
seguidas y toca con sus manos la cabeza de la mujer. Por la forma de su cráneo deduce
que la señora Peláez tiende a presentar un comportamiento histérico con
profundos ataques melancólicos. En realidad le ha salvado la vida, ¡una
victoria! Lo repite mentalmente una y otra vez, intentando autoconvencerse,
mientras vuelve a mirar su rostro, sus facciones finas. En esos momentos le
parece verla sonreír de un modo que le asusta, como si ya no tuviese miedo. Un
escalofrío le atraviesa y, de repente, se siente pequeño, inseguro en su
diagnóstico, derrotado. Sin detenerse a recoger sus cosas, a paso vivo, el
doctor Navarrete abandona el sanatorio, maldiciendo el dinero que nunca debió
aceptar, con la intención de no regresar jamás.
Estoy acostada en la cama de mi
celda acolchada. El celador venda con cuidado mi cabeza, protegiendo la herida.
Me ha colocado de manera que vea el sol. Su voz es cariñosa, reconfortante,
aunque ya no puedo moverme. Como única respuesta a sus palabras dirijo mis ojos
hacia él en una súplica que intento que entienda. No contemplo la opción de
regresar, de seguir viva como una marioneta quebrada, abandonada en un
callejón, atrapada en una cárcel de sangre y huesos. ¿Por qué volver atrás?
¿Para satisfacer a un hombre que solo quiere mi dinero? En realidad no queda
nada. A la empresa de paños solo le restan acreedores dispuestos a crujir los
huesos del nuevo dueño hasta exprimir la última moneda. Las grandes fábricas, y
el nuevo siglo, se lo han comido todo. Siempre fui una artista maquillando
cuentas y aplazando pagos. Así que solo puedo seguir adelante.
Una lágrima resbala por mi mejilla.
La gentil mano de mi cuidador, áspera, la seca con dulzura. Siento que me ha
comprendido. Es cuidadoso cuando sujeta mi cabeza al retirar la pequeña y sucia
almohada. A continuación, susurra un débil: «Lo siento muchísimo», me tapa la
cara con ella y, en un gesto de amor, la mantiene firme durante largo rato.
Inamovible, ignora las convulsiones de mi cuerpo ante la falta de oxígeno. No
puedo verle la cara pero sé que está llorando.
Respiro la libertad. La luz, que
ilumina todo cuanto me rodea, me hace sentir parte de este mágico misterio. Los
vívidos colores me dan calor con solo tocarlos, saben a naturaleza salvaje. Las
brillantes criaturas me acompañan en todo momento, brotando de mi piel,
refugiándose en mis cabellos, sobrevolando conmigo los campos, recorriendo este
vasto reino inexplorado. Ahora sé que siempre he pertenecido a este mundo. Debo
quedarme aquí, donde la luz es más intensa. Libre, para siempre.